Ya ni la chingas
- Brenda Venegas
- 14 nov 2020
- 2 Min. de lectura
Le llamé. Te llamé.
Te quiere ver.
La bolsa de huesos que quedó perdida entre tantas manos e historias está confundida.
No recuerda mucho, pero dice que si.
Sí a todo mientras seas tú.
Sabes todo el poder que un sólo gesto tuyo tiene en ella.
En mí. En nosotras, sabe Dios quien soy.
Bastó sólo decir tu nombre,
ese que no te gusta y que siempre jode tanto,
y sus ojos brillaron, y sus pies bailaron,
sus labios sonrisa fueron.
Fueron.
Recuerdo tus manos recorriendo cada espacio de mi ser,
diciendo en un susurro divino que es un placer.
Recuerdo tus labios besando cada parte recitando poemas como una obra de arte, tus labios que se ven aún más perfectos con cervezas de más.
Cerré los ojos y vi la gorra de nuestros colores,
el fuego ardiendo sin césar,
el vestido azul con negro y los pasos de más,
la cocina, el sillón, el mezcal...

Y empecé a escribir.
Pendejada y media y versos de amor.
Pensamientos, sentimientos, imaginación y lo crudo del amor.
Pero corazón, es la única manera en que sale el amor.
Tienes que venir aquí,
mirarme suavemente,
perdido.
Tienes que hablar,
emitir una sola palabra que sólo a ti te suena como el mismo cielo.
Tienes que tocarme: con apenas un roce,
tu mano sobre mi mejilla hace maravillas.
Tienes que quedarte en mi,
acostarte en mi pecho y cerrar los ojos,
y no pensarlo.
No lo pienses porque sucede.
Tengo que llamar.
Con sólo pronunciar tu nombre se puede escuchar su sonrisa al teléfono.
Tú le das vida y se la quitas,
la haces una jugadora que se activa con tu visita.
Una bolsa de huesos que no se va aunque no está.
Que no sabe como estar, y prefiere apagar.
Tengo que llamar.
Armarme de valor y llamar.
Y, como sabes lo cobarde que soy,
si es necesario, mil veces al día la puedes llamar.
No hay nada que ame más.
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